Su manera de andar.
Peines en fila cerca del espejo, mangos a la derecha. Crema hidratante y perfume alineados a la izquierda, uno al lado del otro. Una silla con estampados florales y racimos de uvas se encontraba en el centro, frente a la caja de polvos, aritméticamente colocada sin una sola veta fuera de sus márgenes. Cinco pinceles de pelo natural, boca abajo, posados sobre sus mangos del más grande al más pequeño. El aroma de azahar y vainilla. Un cajón lleno de lápices de ojos, afilados y ordenados como un ejército a punto de atacar. Flores, con agua de hoy, y así todos los días desde que colocaron el jarrón allí. Gasas de algodón, noblemente posadas cerca de la acetona y los esmaltes de uñas, en el cajón derecho junto al espejo.
Combs in a row near the mirror, handles to the right. Moisturizer and perfume line up on the left, side by side. A chair with floral prints and bunches of grapes sat in the center, in front was the powder box, arithmetically in place without a grain outside its margins. Five natural hair brushes, upside down, perched on their knobs from largest to smallest. The scent of orange blossom and vanilla. A drawer full of eye pencils, sharp and in order like an army about to attack. Flowers, with water of today, and so every day since the vase was put there. Cotton gauze pads, nobly perched near the acetone and nail paints, in the right drawer next to the mirror.
El cantar de sus tacones me rechinaba en el pecho como un timbre, sonando fuerte, como cuando hay urgencia y el llanto ajeno ya no importa, hay que entrar. Orquestando ese acontecimiento anticipado que a veces nos insta a tomar decisiones sin pensar. Vi sus dedos de pianista deslizarse por el contorno de mi costillar y me perdí entre la noción y el tiempo, dejándome llevar por ese hormigueo que te pone los pelos como escarpias sin quererlo… Y fue así, por el amor de Dios, cuando me desabrochó como a un bolso, de par en par. “Quédate a pasar la noche”, le dije, pero ella tenía otros planes. Ni siquiera me dejó terminar la frase cuando ya retomaba el rumbo de su convencimiento, quería irse. Romper con el “todo” que tanto la había amargado. Mis palabras se posaron en su herida sin permiso, activando ese “aandoor” que tanto nos había costado asimilar. Sus manos y las mías se fundieron en gestos de despedida. En aquellas ceremonias suyas que siempre se me escapaban, todos sus signos, todos sus silencios llenos de elefantes, tan gráficos que parecían tener vida, caminando con nosotras. Hoy la recuerdo como una herida, como una impertinencia incómoda que me hizo verme en lo que no veía, lo que se te escapa cuando corres. Pero todo eso me llegó tarde, entró con sangre.
The sound of her heels grated in my chest like a doorbell, ringing loudly, as when there’s urgency and someone else’s crying no longer matters, you need to get in. Orchestrating that anticipated event that sometimes urges us to make decisions without thinking. I saw her pianist fingers slide over the contour of my ribcage and I lost myself between notion and time, letting myself be carried away by that tingling that makes your hair stand on end without wanting to… And it was like that, for God’s sake, how she unbuttoned me like a purse, wide open. “Stay the night,” I said, but she had other plans. She didn’t even let me finish the sentence before she resumed the course of her conviction, she wanted to leave. To break with the “everything” that had so embittered her. My words settled on her wound, activating that “aandoor” that had been so hard for us to assimilate. Her hands and mine merged in symbols of farewell. In farewell ceremonies, which always escaped me, all her signs, all her silences full of elephants, so graphic that they seemed to have life, walking with us. Today I remember her as a wound, as a reverse impertinence that made me see what I didn’t see, what escapes you when you run. But all this came to me late, it entered with blood.
Sin embargo, a veces me sentía derrotada por la multitud de planes. Nuestras vidas eran una serie de cambios de posición constantes, impulsados por el mero instinto de supervivencia, el calor y la seguridad. El presente, esa ilusión de libertad, ahora parecía traicionarnos, convocando al enemigo más poderoso de la vida: el miedo. Se cernía sobre nosotros como una premonición, anticipando el futuro como un dolor en el pecho. Entonces llamaron a la puerta—fuerte, en el centro—y luego vino el golpe. Eran ellos; era hora de movernos de nuevo.
Llegó y se sentó en la salita de la entrada, justo antes de pasar al pasillo que daba al comedor principal. Ensimismada por el tic-tac del reloj de pared, miraba sus agujas, esperando que aquella imagen se le fuera de entre las cejas. Yo la observaba, desde el visillo de la puerta del pasillo sin que ella me notara; su mirada fija, sus manos tensas. Pensando en círculos sobre aquello que acababa de ver y no podía dejar pasar. Yo seguía mirándola, apoyada en la pared, cada vez más cerca de la puerta, intentando traducir lo que su pulso decía, en qué idioma hablaba. Su mirada rígida, fija en un punto, como en trance hacia otra versión de sí misma para la que no estaba preparada.
Y a medida que la noche se hacía más profunda, las sombras se alargaban y el silencio se volvía más denso. Nos retirábamos a nuestros respectivos rincones de la cámara, reclamando espacios que una vez albergaron a la realeza. Nuestras camas improvisadas, hechas de cojines y abrigos, eran un refugio temporal pero nuestro. En el silencio que seguía, roto solo por el sonido de la lluvia y el ocasional trueno lejano, encontrábamos el sueño, cada uno perdido en sus propios pensamientos de un mañana más tranquilo. De repente, la mirada de padre recorrió la habitación, atraída por el sonido de botas marchando. Su brusca inhalación fue una alarma silenciosa, despertándonos de nuestras camas. Intercambiamos miradas, cada uno entendiendo la gravedad del momento sin necesidad de palabras. Con una prisa practicada, seguimos el plan.